CUENTOS NO CONTADOS II: "Y de repente... llegó la lluvia"
Hace mucho, mucho tiempo, existía un pequeño reino llamado Monocrópolis. En ese reino, no había colores. Sus habitantes no conocían el azul, el rojo o el amarillo porque todo era blanco, negro y gris.
Las personas que allí vivían
también tenían esa tonalidad. No obstante, era posible distinguir a qué familia
pertenecía cada uno. Si nacías en la familia de los Azabache, tu
ropa, tu pelo, y todo lo que llevaras contigo tenía que ser de un color negro
profundo. Por el contrario, si formabas parte de los Marengo, todo lo que te
rodeara debía tener una tonalidad gris.
Pero en Monocrópolis sucedía algo aún más curioso. El cielo nunca tenía nubes. Ni blancas, ni grises, ni de esas prácticamente negras que vaticinan una gran tromba de agua. Es decir, en ese reino nunca llovía ni hacía frío. Siempre hacía una temperatura muy agradable, por lo que sus habitantes apenas necesitaban ropa para cubrirse, más allá de la imprescindible para identificarse como perteneciente a su familia. Sin embargo, aquellas personas no podían disfrutar de las sensaciones que provocan los colores de un atardecer, de un fruto, de un prado…
La vida en ese reino era
tranquila y segura. Todo estaba organizado y controlado. Apenas había
problemas. Parecía como si las emociones de sus habitantes también fueran de un
tono neutro. Lo importante era luchar para mantener esa seguridad, teniendo
cuidado de que cada persona se identificara con su familia para así saber quién
es, no confundirse y estar a salvo.
Una de sus habitantes, Iris, la
más joven de la familia Perla, era conocida en Monocrópolis por su carácter
rebelde e inconformista. Desde pequeña, siempre intentaba saltarse la norma y
vestir ropas diferentes al gris que correspondía a su familia. A veces, se
ponía un blanco puro, otras veces, algo negro. Esto le ocasionaba muchos problemas con los suyos y, además, nunca llegaba a sentirse plena… Necesitaba algo más...
Una noche, Iris tuvo un sueño.
Soñó que vivía en un sitio diferente, un sitio que tenía un aspecto especial,
con otros matices. No sabía lo que era, sólo sabía que le encantaba. Desde
entonces, Iris sentía la necesidad de encontrar ese lugar. Para ello, intuía
que tenía que “escapar” de Monocrópolis. Con el tiempo, consiguió salir de
aquellas fronteras y no se volvió a saber de ella.
Pasaron los años y la vida seguía
igual en aquel pequeño reino. Cierto día, sucedió algo horrible. Llegó un mensajero
del reino vecino con una misiva que les comunicaba que en unas semanas iba a
llegar una borrasca a esa zona. Los monocropolianos asustados no sabían qué
hacer. Conocían lo que era una borrasca por aquellos libros de Historia donde se contaba cómo hacía siglos el reino era azotado por fuertes
vendavales, lluvias, nieves… Hasta que decidieron protegerse creando una cúpula
que cubriera sus tierras de estas inclemencias a cambio de perder algo que
venía a denominarse “color”. Pero esa cúpula se había empezado a quebrar hacía
tiempo y no sabían si esta vez iba a soportar la fuerza del ciclón. Se morirían
de frío, todo se perdería. ¿Qué podrían hacer?
La noticia de esa inquietud llegó
hasta Iris, quien vivía en un pequeño pueblo no muy lejos de Monocrópolis. Tras un ejercicio de reflexión, decidió volver a ayudarlos… Llegó en un carruaje
lleno de un material extraño. Iris se instaló en la plaza central y empezó a
tejer. Empezó a tejer jerséis, bufandas, gorros, guantes… Cada prenda tenía un
color distinto. Unos colores era brillantes, otros más suaves. Lo
monocropolianos se acercaron a ver qué sucedía llenos de curiosidad y
cierto recelo. Iris les contó que esas prendas les permitirían sobrevivir a la
borrasca. Para ello, tendrían que elegir aquella que más les gustara. Era muy
importante que se la pusieran y observaran qué sentían. Si sentían paz
interior, era la prenda del color adecuado. Poco a poco, los habitantes fueron
cogiendo y probándose distintas prendas… Los monocropolianos se veían extraños
con aquellas ropas y aquellos colores. El hijo mayor de los Azabaches iba de
azul claro. La pequeña de los Plata eligió un jersey de color naranja intenso.
Y así, cada uno empezó a sentirse diferente y único. Incluso alguno descubrió
que el color que le hacía sentir bien no era el negro grafito de su familia
sino el blanco grisáceo de la familia vecina.
Y de repente… llegó la lluvia. El
cielo se llenó de nubes. Los monocropolianos tenían mucho miedo. Pero Iris les
indicó que bailaran bajo la lluvia y que descubrieran lo bueno que podría
traerles. Y así, con la lluvia, sucedió algo maravilloso… Observaron cómo el
agua caía sobre ellos y cómo iba desprendiendo los colores de sus ropas. Estos
colores empezaron a impregnar todo lo que se encontraban a su alrededor. Las
hojas, las flores, su piel, su pelo, el cielo, las montañas,… Sentían frío pero
también se sentían parte del mundo en el que vivían y únicos en lo que
aportaban al mismo. Su baile continuó lleno de fuerza incluso cuando llegó el
sol, un sol que les mostró lo brillante que llegaba a ser su color.
Desde entonces, cuenta la
leyenda, que los monocropolianos aprendieron a tejer las prendas con las que "pintaban" el mundo. Y cada vez que llegaba una tormenta, le daban las gracias por ser aquello que les permitió descubrir su verdadero yo.
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